I. Entró con su mujer por la puerta. Parecía uno más. Tímido, sigiloso, calmo. Un entre tants. Era Pepe Mujica, la leyenda. El guerrillero tupamaro que se la jugaba por un nuevo mundo. El prisionero que criaba ratones en un pozo para no volverse loco en su soledad. El expresidente de un país pequeño y tan grande como Uruguay, refugio de exiliados españoles a los que en su patria no les dejaban creer ni en la igualdad ni en la libertad. El filósofo de la vida, que siempre veía más lejos que nadie con esos ojos chicos y acuosos, entró por la puerta del Palau de la Generalitat.
A él, que solo reconocía tener un don –la magia de la palabra–, le entregué dos libros. Los poemas escritos por poetas republicanos tras el golpe de Estado franquista y las reflexiones de Steiner en su largo sábado. No los soltó. Apreciaba mucho los libros. Decía de ellos que eran el invento más grande de los hombres. Quizá en ellos había encontrado el espíritu de esa frase suya que merecería estar inscrita en cada colegio, en cada teatro, en cada polideportivo, en tantos sitios llenos de vida.
La reflexión de Mujica era esta:
“El hombre, frente a los otros animales, tiene la capacidad de encontrar una causa para su vida. O no. Si no la encuentra, el mercado lo va a tener toda la vida pagando a costo. Si la encuentra, va a tener algo para qué vivir. El que investiga, el que le gusta la música, el que tiene una pasión deportiva, algo. Algo que le llene la vida”.
II. Vicent Bufort también entró por la puerta. Esta semana se cumplen diez años. Era la noche electoral del 24 de mayo de 2015. Lo recuerdo vivamente en esos minutos de tensión máxima cuando avanza el escrutinio. Entró sudando. Luchando entre gráficos, papeles desordenados y números. Y me dijo: “Ya está. Ha entrado Alicante. Hay cambio. Sumamos”. Aquel abrazo no lo olvido. Esta semana se ha ido Bufort como lo conocíamos todos. El hombre de los números, las encuestas y las estadísticas cuyos valores de lealtad, convicción y dignidad no cabían en una hoja Excel.
Aquel abrazo fue el principio de una historia. Estos días recordaba, alejado de nostalgias pero con voluntad de comprender el ayer y el hoy, la trascendencia cívica que tuvo aquel primer gesto público de recibir, escuchar y pedir perdón en el Palau de la Generalitat a las víctimas del accidente de metro de València, nueve años después de la hostilidad y el silencio. Entonces urgía la dignidad institucional, la humanidad de una institución que había enterrado el alma. Era necesaria la dignidad. Con las víctimas del accidente de metro. Con los enfermos de hepatitis C que estaban excluidos por la decisión política del repliegue social. Con las familias que esperaban respuestas al abandono de su solicitud de Dependencia en los cajones. Con la reputación democrática de unas instituciones lastradas por la hipoteca de la corrupción masiva. Con el fin de los barracones educativos de la vergüenza y de las familias que no podían pagar sus libros de texto. Con aquellos marginados por hablar en valenciano o hacer una cultura crítica. Con la asistencia a las mujeres víctimas de la violencia machista. Con los 629 africanos rescatados por el Aquarius tras encontrarse a la deriva frente a las costas de Libia. Con los miles de exiliados por la guerra de Ucrania acogidos en nuestra tierra.
(Dignidad y humanidad: la que el mundo está perdiendo en Gaza ante una pasividad europea inexplicable. Solo España e Irlanda están levantando permanentemente la voz. A veces hay que sentirse orgulloso de la reacción del gobierno de tu país. Porque los están matando de hambre. Porque los niños están muriendo de hambre. ¿Quién explicará esta historia? ¿Quién contará los silencios de este genocidio?).
A raíz de recordar aquel abrazo con Bufort, también pensaba –la autocrítica es el mejor ejercicio– cuánto más pudimos hacer. Lo primero, la incapacidad para acabar con la violencia machista. Once mujeres asesinadas en 2015 y seis en 2023 a causa de la violencia de género, además de miles de mujeres agredidas, violadas, asediadas, abusadas, insultadas: una realidad insoportable. La segunda insuficiencia fue no haber mejorado sustancialmente el problema de la vivienda que nuestro país arrastra desde hace décadas y que se ha agravado en los últimos tiempos, con grave impacto entre la juventud. Y la tercera, de muchas otras, fue la falta de una solución legal a la infrafinanciación autonómica que sufre la Comunitat Valenciana. Sí hubo un avance de facto en las transferencias, en los recursos, pero no estructural.
Todo aquella historia de ilusión compartida –la causa que llena una vida– para el impulso social, la convivencia y el respeto en la sociedad valenciana empezó hace ahora diez años con un abrazo amplio, que simboliza el amigo que se ha marchado. Una triste y bella metáfora.
III. El uruguayo tímido y sigiloso, algo encorvado por el peso de tanta vida, salió del despacho con una sonrisa amable. Nuestro diálogo había terminado. Él había iluminado al auditorio del Saló de Corts –un venerable espacio para la palabra– con ideas y reflexiones siempre distintas. Le preocupaba la soledad. Le preocupaba la vulnerabilidad del ser humano en tiempos de máquinas y consumo. Le preocupaba la falta de cariño. ¿Qué político se pregunta, y habla en voz alta, de la falta de cariño?
Le inquietaba que, desde hace muchos años, todo conduzca a la riqueza y muy poco a la felicidad. Esa felicidad colectiva que debemos perseguir. La felicidad de la nación, de la que hablaba nuestra Constitución de 1812 y a la que luego hemos ido renunciando por lenguajes más asépticos, menos humanos. Quizá por miedo, quizá por vergüenza; casi siempre por un discurso creciente de individualismo. Pero Pepe Mujica lo decía: Los seres humanos tienen una responsabilidad social con la sociedad. A eso es imposible renunciar, se esté donde se esté.
¿Y la posteridad? Eso le preguntaron una vez: que cómo le gustaría que le recordasen. Él, siempre sabio, siempre distinto, dijo que no quería que le recordaran. Que eso no tenía ninguna importancia. Y entonces dijo esa otra frase: “No se construye nada con los muertos. La gente tiene que vivir audazmente, para adelante. Hay que servir para abono y no para estorbo. Servir para abono significa mineralizarse, simplificarse, volverse algo útil. Perder el sentido de pertenencia. Lo importante no es que quede el nombre sino algunas ideas sembradas, sin saber ni preguntarse de dónde vienen, que se las tomen como propias”.
Hace ahora diez años se sembró. Quedó el abono. La tierra siempre habla.
Ximo Puig, Levante-EMV, 18-5-2025